jueves, 8 de junio de 2017

Liberando el campo de concentración de la memoria

Sobre Perdigones, de Guillermo Riedemann 
Por Ricardo Herrera Alarcón


Lo político y lo poético, (como dimensión ética y, en menor medida, épica) son uno en la poesía de Guillermo Riedemann y son también una característica de toda su generación. Mucha de la sensibilidad de los poetas posteriores está incubada en textos como Dawson, Desencanto general, Contradiccionario, Primer arqueo, Mal de ojo, o en un libro bien posterior pero que me parece clave en su textualidad híbrida anclada entre lo onírico, lo social y lo metapoético, como lo es Materia de eliminación, de 1998. La conciencia de ejecutar un arte de la palabra, pasa por Llanos Melussa, por ejemplo, en esa lucidez escritural que ondea por temas y formas variadas. O en Alejandro Pérez extiende la mano a ese sinsentido que toca y trastoca el mundo; o la sensibilidad logofágica que se enuncia y se niega y se devora a sí misma en su decir, la misma que Lira lleva al extremo de su propia desaparición física. La poética de Guillermo, por lo menos en sus tres últimos libros, viene de ese anclaje, en esa arena movediza escribe, desde allí salta al vacío de la página en blanco.
Una de las características de su poesía social es que parte de lo íntimo y luego se vuelca a la calle. O lo íntimo es lo social, lo personal es lo colectivo. Hombre muerto (2007), ahonda en esa política de lo individual, ese campo de batalla que es la vida propia y la existencia en general. Si hubo un tiempo en que se escribió poesía Para matar este tiempo (ironiza el hablante de un poema estableciendo una intratextualidad con el libro publicado en 1984) ahora la consigna parece ser “Ni una palabra para subir al cielo/ Sólo minúsculos insectos/ Reptando sobre la hoja en blanco”. Un aire nuevo, un cambio que no altera, en todo caso “identidad oficio y obsesiones”. Cualquier “arrogancia disfrazada de lírica impostura” es dejada de lado y el hablante de estos textos postula una estética a la que llamará, con ironía, “poesía menor”, que no aspira a ninguna inmortalidad y que prolonga, de alguna manera, esa “conversación en la penumbra” que es todo poema, en palabras de Eliseo Diego, “unas palabras/ que uno ha querido, y cambian/ de sitio con el tiempo”. Unas palabras que también han dejado de ser el manifiesto o cualquier manifiesto de cualquier época, que no pretenden querer “conmover a las estrellas”, porque “El mejor poema para la posteridad/ Es el mejor discurso para los gusanos”.
El camino que transita Guillermo en Hombre muerto y Calle de un solo sentido, explosiona hacia nuevos horizontes en Perdigones, que opera como una sesión de sicoanálisis en que los recuerdos quieren encontrar su lugar en un tiempo esquizofrénico. Pero siempre en los libros de Riedemann, el horror que se describe es superado por lo afectos y el amor, tanto en Mal de ojo, publicado en 1991 (en poemas como “La elegida”, “Estas son las mañanitas”, “Oh la soledad”, “Habeas Corpus”, “Pequeño poema” o “Fe de nacimiento”), como en Perdigones, publicado recientemente por Ediciones Inubicalistas de Valparaíso, a fines del 2016.
Mientras la voz de algunos de sus compañeros de generación se ha ido adelgazando, decolorando, acentuando el falsete con el paso del tiempo, la poesía de Guillermo Riedemann ha ido problematizando sus límites, ampliando su campo de acción, haciendo menos rígidos y, por lo tanto, más expansivas sus propias orillas. Lo que en otros suena a una autoparodia, un idiolecto cansado y carrasposo que repite la misma música y el mismo mantra, en Riedemann es un logos vital, político, amoroso, un no tomarse en serio a sí mismo ni al trabajo lírico, que transforma sus textos en pequeños manifiestos de la lucidez, donde toda la pérdida que significa existir gana en escepticismo pero también en la fe de ser redimidos por el amor al prójimo. Si Primo Levi dice, al inicio de Perdigones, que los destinos individuales carecen de importancia, lo que sigue es la constatación de esa negación escrita desde el horror de un poder omnívoro y ciego que detesta la belleza. Porque este epígrafe es el límite entre sentido y locura: los únicos destinos posibles de tener importancia son los individuales y el horizonte de cada uno es el de todos, ese ser humano responsable del destino de todos los seres humanos, del que nos hablaba Sartre. El principio y el final de una vida, como anuncia el texto primero de Perdigones, son cruzados por ideas que no resisten anclaje ni en mar ni en tierra y cuya frontera es “el borde exacto” de un punto de vista, un sentimiento impreciso, donde puedas suspenderte. Ese hablante que volvía, en Calle de un solo sentido (su anterior libro), cansado de su desierto o montaña personal y que buscaba el lugar más solitario del café para leer o meditar y que prefería no contarle o decirle a nadie que la duda se había transformado en su pasión, asume ahora una voz que se multiplica y nos traspasa la perplejidad del acorralado o el cazador, del torturado o el que tortura, del poder político o del oprimido por ese mismo poder. El libro es a ratos la crónica de esta dualidad horror/belleza. Es así como en el texto segundo alguien hace una mesa para que otro escriba sobre ella. Y en la mitad del recorrido se cruzan ambos sujetos en la siguiente reflexión: “¿Quién dijo que escribir un poema es como hacer una? La gente dice cosas y no sabe nada”, jugando a yuxtaponer una orfebrería con otra, donde símbolos clásicos como lluvia o ebriedad, con toda su carga romántica, son puestos como obstáculos de la realización. En Perdigones la sala de tortura habita en lo social y en lo íntimo: si “todos los navegantes serán perseguidos”, si todos somos “perdigones abandonados antes de aprender a volar”, si “las alas no pueden con ese cuerpo y se derrumban”, si el mundo se mira “de una manera nueva, aterradora, calibre 16”, los poemas se mueven entre el dolor o los dolores con una inquietante y pasmosa tranquilidad. No hay discurso de guerrilla, aunque sabemos que están escritos desde la izquierda del corazón. Perdigones es un libro donde mujer y hombre se preguntan lo que han perdido, donde el campo de concentración se amplía al mundo todo: salas de embarque, hoteles baratos, cuartos herméticos, padres odiados, el insomnio o “esos espectadores que apuntan con el dedo, cuando no con el pulgar hacia abajo”, son, quizás, quienes nos rodean a diario: “Vendrán noches de insomnio. ¿Cómo ocultarle la llave al horror? Algunas noches el desvelo se situará en lugares desconocidos por completo. Salas de embarque, hoteles baratos, cuartos herméticos para fumadores. ¿Cómo esconderle al horror sus zapatos, desbaratarlo en la plaza de las suicidas frente a los ojos de padres odiados? Y tras el insomnio, defenderse de cuchillos, de fuentes sacrificiales. No ser más en la fiesta de los brujos. Incumplir la condena, resistir hasta encontrar el modo de llevar dentro aquella espesura. Aunque ese follaje, ese viento, desmelenen los espejos, irriten los ojos. Desafiar a los espectadores que apuntan con el dedo, cuando no con el pulgar hacia abajo. Resistir hasta forjar un follaje de voces que apunte al centro, una trenza de manos y pies que pasten sin pausa, y salten y corran para prolongar el universo”.
Los demás, los otros, el grupo como ghetto, la ebriedad como ghetto, la creencia como ghetto, el fascismo personal: la poesía de Perdigones ataca cualquier fanatismo, se aleja de cualquier forma de dominación, observa con desconfianza a quienes hablan, es capaz de escudriñar en las intenciones solapadas (“Dicen cosas como sacerdotes, pero como sacerdotes ebrios, o furiosos, feroces cuando se burlan y eructan (…) Voces mustias y afeminadas por el alcohol. Finalmente no son más que cobardes”). Si el hablante se sabe parte de un mundo que no le deja otra posibilidad más que la de escribir desde el oprobio, la memoria es un pozo de aguas fragmentadas, donde una cosa se confunde con otra, donde la escritura y el afán de “encontrar tus propias palabras en el vuelo de plumas y perdigones” es un afán inocuo. La intemperie cruza el texto. Pero también la esperanza: “Por vencido no te darás”, comienza una prosa. Y en otra se señala: “Se equivocan si esperan que les demos en el gusto, que respetemos esas reglas de las que nos enteramos los refugiados al cruzar la calle, subir un cerro, nadar desnudos en los ríos. Carece de sentido una existencia en un país rodeado de muros. No les daremos satisfacción. Serán derribados y ellos lo saben; seremos justamente nosotros quienes convertiremos en polvo todas las murallas (…) Nos besamos en las esquinas, los miramos a los ojos y sonreímos”. No es solo el dolor si no también su derrota lo que se postula. Por eso las aves, desterrados, prisioneros, migrantes, niños enamorados, mujeres de siglos pasados, desfilan por el mundo destrozado que nos ha tocado vivir y nos ha tocado tener que redimir a través de la palabra. La poesía de Riedemann no solo ha consolidado ese saludable matrimonio entre lo lárico y lo político presente, por ejemplo, en Mal de ojo (y en general su poesía publicada bajo el seudónimo de Esteban Navarro), sino que ahora abre su abanico a un universo donde la memoria no tiene contemplaciones consigo misma. Aquí los antiguos trenes llevan animales o familias al matadero, no expandiendo el campo de concentración de la memoria, sino liberando a los recuerdos para que habiten las casas en forma de murciélagos o plumas en el apacible cubrecama.

Imagino a Riedemann comenzando este libro, como a veces empiezan a escribirse los buenos libros, con esa sensación de no saber lo que quieres decir, de estar absolutamente perdido, querer dibujar una brújula y sentir apenas el deslizamiento del agua estancada en la que caen pájaros muertos y no piedras. No saber hacia dónde te llevará la escritura, si hacia un subterráneo o una isla, la cercanía de una débil estructura o el cerebro de un grillo que debajo de la cama o entre las paredes piensa en el sueño de la mujer que padece insomnio y lee. Una mujer de cofia. Una niña que camina de la mano del siquiatra hasta perderse en nuestros sueños.


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