jueves, 27 de julio de 2017

La mutación de los lares

Presentación de Santa Victoria (Inubicalistas, 2017), de Ricardo Herrera Alarcón
Por Luis Riffo

Haciendo uso de información privilegiada (aunque en este caso no rinda rédito económico alguno, pero sí el regocijo de disponer de ciertas claves para amplificar el sentido del texto), me propongo en estas pocas líneas señalar algunos aspectos del texto de Santa Victoria (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017) relacionados con ciertos correlatos que un purista consideraría inapropiados, como aspectos biográficos del autor y sentimientos encontrados del lector.

En primer lugar, debo aclarar que estoy aquí en mi calidad de amigo del poeta y en esa condición me he propuesto la tarea de evitar los epítetos laudatorios respecto del texto y del poeta. No quiero decir con esto que no los merezcan, sobre todo el texto, aunque también el autor en alguna medida, pero justamente lo hago por el afecto que le tengo y más aún en consideración de su radical desconfianza respecto de las opiniones elogiosas, frente a las cuales siempre ha prevalecido esa cuota de duda obsesiva que es el síntoma de una escritura que subsiste, pese a su pasmosa invisibilidad, en los rincones más alejados de este reino del fin del mundo. Por eso prefiero que el frío bisturí crítico se contamine con la emocionalidad de un lector sureño para abrir algunos senderos en el paisaje que Ricardo Herrera reinventa con el nombre de Santa Victoria.
Desprovisto, entonces, de la apología y del auxilio de los adjetivos, queda entrar sin ceremonias en los poemas de este libro donde vida y literatura, lectura y escritura una vez más se encuentran para dar origen a un reducto de anomalías humanas y paisajísticas.
Las condiciones de producción, por decirlo así, de estos poemas, podrían ser consideradas como habituales dentro del campo laboral en el que se desenvuelven en general los hombres de letras chilenos. Imaginen a un profesor de escuela rural que debe viajar diariamente desde la capital de la Araucanía hacia un villorrio donde un puñado de niños campesinos mapuche son domesticados de acuerdo a unos determinados planes y programas. La sostenedora de esta escuela es una mujer mapuche evangélica, que le hace la vida imposible al profesor poeta. Esta es la primera anomalía: la imagen mistraliana, abnegada y bucólica del maestro de escuela, no tiene cabida en unas condiciones de estrés que parecen incongruentes con el entorno en el que ocurren.
Llamará la atención del lector, como me ocurrió a mí, la saña con que arremete el hablante lírico contra un personaje femenino, religioso y mapuche. Lo que uno se pregunta es si ese ánimo inflamado contra ella, tan políticamente incorrecto, es sólo el reflejo autobiográfico de una agonía laboral específica y puntual o bien supone una toma de posición ideológica. Eso tal vez debiera responderlo el poeta, pero me arriesgo a pensar que son ambas cosas: el autor quiso plasmar su fastidio ante esa verdadera “mapuche fascista” y al mismo tiempo deja entrever con esa especie de oxímoron otra anomalía cultural, que es la colonización religiosa de los pueblos originarios, una forma sutil de aniquilación que se superpone a las otras formas de violencia de la que han sido víctimas. En este caso, la víctima y el victimario coinciden, la mapuche que traiciona sus raíces y se convierte en un personaje monstruoso, que contamina y transforma con su naturaleza híbrida incluso las características del paisaje.
Tal vez una de las más notorias anomalías sea justamente la del paisaje. En su libro anterior, Ricardo Herrera ya había concentrado su mirada en los lugares de su vida cotidiana y mediante la escritura comenzó a alterar las coordenadas geográficas desde el título mismo del texto, Carahue es China. La premeditada confusión se extiende ahora hacia un espacio aún más perdido en el mapa de la provincia, Llolletúe, Santa Victoria, pequeñas comunidades de la comuna de Galvarino, lejos de toda atracción turística, pero probable escenario de reivindicaciones territoriales. Esta radicalización de un provincianismo, por decirlo así: revisionista, es un gesto que dialoga con los poetas láricos, los confronta desde una mirada nueva. Aunque es probable que no esté de acuerdo conmigo, Ricardo invade los espacios de la poesía lárica con lenguajes que desbaratan esa respetable tradición. Es el paisaje de Teillier, de Juvencio Valle el que es intervenido por ese dripping que se anuncia en el título de la primera parte, ese gesto de chorrear formas escriturales para alterar la placidez de los lugares comunes de la poesía y del paisaje de provincia. El azar aparente de las imágenes que se suceden frustra el intento de fijar el escenario, pero tampoco se deja llevar por los excesos de un mundo onírico.
Yo llamaría a este ejercicio como larismo surrealista o larismo deconstruido, sólo para vengarme de esta osadía que pervierte los objetos de la nostalgia, que priva a las palabras Llolletúe, Cholchol o guardabosques de toda melancolía utópica para convertirlos en el decorado de una película de David Linch, en una sucursal del infierno, donde los arcoíris (porque en estos poemas sí está la palabra arcoíris) pueden desclavarse del cielo y las ovejas son cuidadas por sabuesos mecánicos. Los poemas de Santa Victoria recogen el lenguaje rural, la nominación de objetos y animales y los desnaturaliza, los dota de una función inquietante que se incorpora a ese imaginario escéptico y desesperanzado que se describe, sin embargo, con abundantes dosis de humor.
Agrego ahora otro dato biográfico: Ricardo es un lector voraz y tiene siempre una cita que se ajusta sin esfuerzo ni petulancia a los márgenes precisos de la conversación. Sus preferencias pueden ser rastreadas en su escritura del mismo modo que los episodios fundamentales de su vida. Creo que Herrera experimenta la literatura y la realidad con la misma intensidad. Por eso la experiencia como profesor en un ambiente de trabajo insoportable es también el desafío de un poeta intentando dibujar su desazón, su desasosiego, haciendo confluir las huellas de las grandes tradiciones de la poesía sobre el espacio mínimo de la provincia que habita. Como en esa “Iglesia de nuestro señor” donde ya no se reza: “la ocupamos para sacarnos el mal espíritu / el demonio de la literatura / esa vieja costumbre de escribir a caballo contra el viento”. Este último verso en particular, me parece un juego irónico, una alusión humorística, pero no menos apasionada, que recuerda al manifiesto futurista y su devoción por la velocidad de los automóviles.
El título de la segunda parte es “Llolletúe situación irregular”, que es como sentar en una mesa juntos a Teillier y Lihn sin irse a las manos. Y tal vez por ahí va la búsqueda o el descubrimiento: la disolución de esas clasificaciones de la poesía chilena que la han encasillado en dos líneas paralelas: poesía de la urbe y poesía de los lares. La escritura de Herrera tiene la misma voracidad de sus lecturas. Poesía situada en un lar desfigurado por imágenes surrealistas, futuristas, antipoéticas. Pero no es solo la mezcla ni el homenaje ni la cita. Este poeta carece de inocencia, conoce el terreno en el que se mueve. Pone en duda sus propios recursos. Donde más claro se ve esto es en el poema llamado “Personal”, donde el hablante imagina las palabras con que definirán la obra. “Su libro más personal” dice “hablan así: es su libro más personal / por fin aparecen animales o bestias en un paisaje manso / ya no quiere sorprender y se agradece / quiere ser la voz de algo indefinido y también uno se alegra de esa confusión” y luego dice “ahora niega cualquier imagen, reflejo o semejanza / y eso nos gusta, sin llegar, por supuesto, a seducirnos / y aunque sabemos, de buenas fuentes, que este tipo está chiflado, eso / no entorpece, ni empaña el equilibrio de quien espera del otro lado del trapecio su inyección de morfina / su libro más personal / mi casa de putas personal, dice Leonora”. Ese desdoblarse en la voz del crítico, con una lucidez entre amarga y cómica, es uno de los gestos singulares de la poesía de Ricardo.
Acaso la escritura en general, pero en particular la de Herrera, puede atraparse vagamente en ese gesto mínimo que se describe al final del poema “La fuga de los cisnes”, donde algo que viene del silencio y parece a punto de estallar termina confirmando una quietud que sin embargo vibra intensamente en el aire triste de la tarde. Esos versos dicen y con esto termino:
[…]
aquí no te pones a llorar recordando tu más tierna infancia
lo único que puedes:
escribir prosa en las paredes de la cúpula solar
también borrar
en realidad es casi lo único que se permite:
borrar hasta que dejes
un estado anterior a este momento
como alguien que va a decir algo (te va a decir algo, escucha)

pero finalmente calla y sonríe.


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